Friday, July 24, 2009

Lázaro

“A cambio. Nos fue dado un día aun paso del sol, casi nada. Nos fue quitado un día a un paso del sol, casi todo.” B.V.

Fue a las 12 en punto de aquel día siniestro: apretó el gatillo del encendedor de la cocina sobre su sien y tal como es obvio suponer, no se mató. Su rostro no se desfiguró al surgir impetuoso de la sangre descontrolada, su boca no se convirtió en una mueca grotesca según la huella del dolor, sus piernas no se aflojaron ni se quebraron sus rodillas contra el piso al caer, ni su cuerpo se desparramó chocando con los muebles y arrastrándolos tras sí, ni lo recorrieron estertores y espasmos hasta cesar al fin, por siempre jamás todo movimiento, ni tampoco ni siquiera el gato de pelo negrísimo y ojos de ese increíble verde lo miraba azorado, con la cola tiesa e inhiesta como una bandera, absolutamente al tanto de la tragicidad del momento. No, no sucedió nada de eso. Qué duda cabe que otro hubiese sido el resultado de los hechos si en lugar de apretar el gatillo del encendedor de la cocina, hubiese apretado el gatillo del 38 con el que se mantenía a salvo de los asechos de las noches de miedo. Pero no fue así. En primer lugar porque no se le ocurrió lo del 38 hasta mucho después, cuando ya no había ninguna posibilidad de remontarse atrás-: las 12 de aquel siniestro día habían pasado sin remedio- , segundo, porque pensándolo con cuidado, es posible que el 38 ya no funcionara: hacía exactamente mucho que había dejado de ejercitarlo.
Así es que a las 12 en punto de ese siniestro día apretó el gatillo del encendedor de la cocina sobre su sien, y tal como fue dicho, obviamente no se mató.
O sea que a las 12.1, a las 12.2, a las 12.3 y en adelante, tenía todavía todo lo que le restara de vida a su disposición.
Se sentó en el sillón de la cocina a meditarlo: ¿Qué haría?
En lo inmediato ya había desayunado –café ligeramente cortado y tostadas como todos los días, sin olvidar su dosis de citrus en pastillas esfervecentes-, ya le había dado la comida al gato, le había abierto la puerta del jardín de ida y de vuelta, ya había recorrido los diarios en Internet, ya había contestado sus correos y si bien era cierto que venía con un cierto retraso a sus quehaceres, no era nada que de momento resultase irremediable. Lo del supermercado, por ejemplo, podía esperar hasta la tarde (y aún hasta el día siguiente con sólo modificar el menú previsto). Pero lo importante, no era un idiota como para no saberlo, no estaba puesto en el hoy, en el ahora, en esas sencillas ceremonias que sin embargo, lo sabía, lo determinaban en esta persona que era y no en otra. Lo importante no era este día por delante. Este día acabaría por pasar, como ya lo habían hecho tantos, este día también terminaría por irse. Lo importante era el resultado de la suma de todos los días, de todos sus días, o sea, ni más ni menos, su vida.
Medido en años, por ejemplo: ¿Qué cantidad de años suman los tiempos del café diario, ligeramente cortado y las tostadas? ¿Qué cantidad de años suman las noticias, el baño con agua siempre muy caliente -en invierno y en verano-, la elección de su ropa, la comida del gato…? Esta era una posibilidad: Dedicarse el resto de su vida a la estadística de su vida. Podría hacerse contemplando un cuadro de múltiples entradas. Podría habilitar la mesa de la sala, desplegar el rollo naranja de papel milimetrado, asegurarlo con chinches y comenzar el registro a partir de ahora mismo. Era un problema calcular el pasado. Sobre el pasado nunca había certezas. ¿Todo eso había pasado realmente? Tendría que hacer cálculos. Podía enchufar la calculadora eléctrica que era más precisa. Aún así, seguramente habría errores. También tendría que encontrar los mecanismos para reducir esos errores al mínimo... Aunque pensándolo bien, el asunto de las estadísticas sólo tendría sentido si lo del gatillo habría funcionado. Es decir, si en lugar de ser el que es, un ser plenamente vivo, sentado en el sillón de la cocina meditando sobre su vida por delante a partir de las 12 hs de ese día siniestro en que apretó el gatillo del encendedor de la cocina contra su sien, y obviamente no se mató, fuera el macabro hallazgo de su cuerpo muerto. Entonces sí que tendrían sentido las estadísticas que dieran colorido y rareza a las crónicas policiales de por lo menos varios días. ¿Y su gato? ¿Qué haría Tolomeo ante la evidencia de su muerte con su pelo negrísimo y sus ojos de un verde increíble? Se itría, que duda cabe. Los gatos no son fieles. Terminaría por irse sin lágrimas a buscarse otra vida apenas estuviera seguro de su ausencia. El problema, no era su gato, claro. Los gatos terminan por arreglarse. El problema era su vida. Su vida con o sin gatos, -aún sin Tolomeo, que no era cualquier gato puesto que era su gato-y él no era tan idiota como para no saberlo. Su vida, una vez más era lo que estaba en discusión. Su vida, una vez más, cualquier vida, siempre más difícil de cuantificar que sus triunfos. Siempre más difícil de evaluar que sus fracasos. Siempre más difícil de hacer que sus proyectos.
Una vez más, su vida, siempre por delante a partir de ese momento siniestro en que descubrió lo que ya sabía: que el encendedor de la cocina sobre su sien no podría matarlo, como nada sería capaz de matarlo mientras .aceptara que por algo estaba vivo.

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