Crónica urbana: enes-ene
Su nombre no lo sé. Es posible que ya ni ella misma pueda recordarlo; pero seguro debe tener uno. Alguien debe haberle puesto un nombre alguna vez, alguien lo habrá pronunciado dulcemente, quizás susurrado. Alguien quizás lo gritó en un noche y lo habrá repetido, tarde a tarde, como un himno.
No sé el sonido de su voz. No la he escuchado. No sé si es ronca como el son de los tambores, o pequeña, diminuta, tibia o, acaso, irritante e hiriente como un alarido. No sé nada de la metamorfosis de esa voz que ahora es seguramente diferente de lo que fue en otro tiempo pasado, si es verdad que todo tiempo termina por pasar.
La vi de paso. No la conozco, ya lo dije. No puedo aportar información sobre su identidad. No sé nada de ella como no sea el estallido de dolor que me dio verla. No sé nada de ella, como no sea ese estallido que perdura.
De sus manos no sé las formas ni la tela de su piel. No sé si son huesudas, largas, finas, zigzagueantes, ásperas como el invierno o dulces como las caricias del amor. No sé su oficio, sus labores, su cotidianeidad, su construcción, su herida. No sé, insisto, no puedo decir estos detalles.
En realidad, de ella, en particular, no sé absolutamente nada como no sea lo que, en general, puedo saber de personas como ella.
Ni siquiera tuve acceso a su mirada. No sé ni del color ni del brillo de sus ojos ni, claro, puedo recordar lo que no sé. Cómo era que miraban, porque seguro que habrá habido alguna vez en que los ojos de ella hayan mirado llenos de brillos cuando por alguien eran vistos, reconocidos en un sobresalto de tibieza para tocarle el alma y acusar a su piel.
La vi erguirse a pocos metros de mí, como brotando desde la vereda de una avenida de la city, surgir desde un lío de nylon y trapos que, no era difícil inducir sería todo su hogar y su morada. Era ágil, de un cuerpo bastante joven , alto, bien proporcionado. Tenía una remera rayada y unas calzas ajustadas. No alcancé a ver si tenía cubiertos sus pies, ni el tono exacto de los cabellos que, me parece, eran largos.
Fue una instantánea. Apenas un segundo en que su vida y la mía se cruzaron. Se dirigió resueltamente al árbol más cercano, hizo una ojeada distraída alrededor y, sin detenerse mucho en los hallazgos, bajó las calzas hasta el suelo dejando el culo y las piernas puestas de lleno hacia la cara de la luna y se agachó.
Eso es todo lo que podría decir de ella. Nada más que ese instante. Nada más que su cuerpo, bastante joven, bien proporcionado, ya lo dije, de espaldas a la luna, golpeándome en el centro de mi rostro, escupiéndome su desvergüenza, congelando mi risa, arrastrando mi propia imagen dentro de mí, clavándome esta pena sin nombre ni apellido.
Enero 2002
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