No soy del tipo del tipo de mujeres que se parezcan a Brigitte Bardot o a Sofía Loren, por mencionar algunas de las que a mi juicio merecen el título de hermosas que por décadas han ostentado. Pero tampoco me parezco para nada ni a Susana Giménez, ni a Carolina Pelleretti ni a Claudia Shiffer (y tampoco quisiera,en serio). Digo, lo que quiero decir, que mi belleza, si es que puedo suponer que tengo alguna, no es de la que en la circulación cotidiana esté más cotizada.
No hay ningún tipo de rencor ni frustración en lo que afirmo. En realidad, esa medida, la de la norma, es la que aparece como más adecuada para que esté ausente en cualquiera de los aspectos que hacen a mi persona. Por lo demás, no tengo según mis propios parámetros de qué quejarme en cuanto a lo que otros considerarían éxitos y aceptación, aún en ese aspecto, digo,hablo de hombres. Sé que soy capaz de ganarme alguna mirada de soslayo, y algunas que otras de frente. Pero el caso es que todas estas precisiones se neutralizan, por decirlo así, si quien me mira y me lanza un audaz: “¡Adiós muñeca!” no se corresponde ni a mi estilo, ni a mi edad, ni al imaginario que no logro imaginar que se articula, cuando mi vecino de camisa amarilla me increpa.
Voy siempre demasiado apurada o demasiado distraída como para percatarme de lo que sucede alrededor mío, con todos los detalles. No logro identificar el sitio exacto de los rostros, apenas, saberlos vagamente conocidos. Lo más probable es que me olvide de mis registros en el mismo momento en que los realice, autoconvenciéndome de lo imprescindible del hacerlo. Pero en cuanto a mi vecino de enfrente, porque ahora sé que vive enfrente, petiso, bien panzado, y con unos pelos largos de poeta, ha conseguido sorprenderme, hasta el punto de tener que ubicarlo. Por ejemplo, ahora mismo, no puedo evitar su vigilancia mientras intento dar forma a estas palabras, de soslayo por la ventana me espía. Otras veces, se cruza a mi paso, justo cuando más distraída es posible encontrarme, concentrada en la canasta y las compras del día.
Entonces es que me lanza el tan reñido con mi misma, “¡Adiós muñeca!” y me obliga a tantas consideraciones dispersivas.
Él no sabe nada de mi vida. Lo que se ve, puede tener lecturas tan equívocas, que no dudo que en errores de esta índole se asista su intriga.
Él no sabe por qué entro y salgo de casa a tantas horas. Él no sabe por qué tanta gente diversa entra y sale conmigo. Él no sabe, no tendría código con cuál imaginarlo, que hacen conmigo esos jóvenes tan lindos que a menudo me acompañan, tocan timbres en las madrugadas de mis noches, y mi puerta se abre. Él no sabe por qué tantos señores bien parecidos me acompañan ¡ni tendría cómo saberlo!... Pero no dudo que la cuestión pueda resultar inquietante.
He podido el gesto acusador de las mujeres al darme los buenos días. He notado la mirada levemente esquiva e interrogante de las señoras de la casa. A veces me imagino cuánto peor sería si supieran, que todo mi accionar está de alguna forma especialmente dirigido a que su categoría de “decencia” quede en tierra.
Pero con los hombres las cosas suelen funcionar de otra manera, aún para mi vecino de enfrente, seguramente, la decencia de su mujer y de sus hijas es cosa que está a su cargo y mi decencia es cosa mía, y por qué no de la que también se podría sacar algún provecho.
De ese modo yo entiendo el “¡Adiós muñeca!”, y no como un atributo del cual personalmente tuviera motivo alguno para adjudicarme su pertinencia.
Digo,sí es que se trata de entender, si a la sorpresa se le puede adjudicar algún lugar, y aún, si aún existen cosas de las que pueda sorprenderme.
Subscribe to:
Post Comments (Atom)
No comments:
Post a Comment